lunes, 18 de julio de 2022

La vaca, la soja y el fin del modelo


 En las explotaciones de soja brasileñas se han talado más de mil kilómetros cuadrados de selva amazónica durante la última década, a pesar del acuerdo internacionalmente reconocido en la Cumbre del Clima de Glasgow (2021) para proteger la masa tropical. En otros países también tiran árboles al suelo para abrir paso al ganado y los cultivos, pero en ninguno ocurre con la intensidad de Brasil, responsable de un tercio de la deforestación global. Actualmente, el 80% de la deforestación facilita la producción de tres productos: la soja, la carne de vacuno y el aceite de palma.

Siguiendo el estudio de la revista Science, The rotten apples of Brazil’s agrobusiness (17/07/2020), «al menos el 20% de la soja y el 17% de la carne de vacuno importados por la UE proceden de terrenos ilegalmente utilizados según la propia regulación de la UE, ya sea por la deforestación ocasionada o por el uso de fertilizantes químicos o por proceder de cultivos transgénicos». Estos datos no son obstáculo para incrementar la compra de soja, que en el 2019 alcanzó una cifra superior a los 500 millones de euros.

Carne, “yogur”, “nata”, harina, hamburguesas, albóndigas, salchichas, lasaña o incluso biodiesel son algunos de los productos nuevos cuyo ingrediente básico es la soja. En los últimos años la industria está aprovechando la motivación de una parte de la población por cuidarse más para comercializar productos pretendidamente saludables o que contribuyen a la sostenibilidad medioambiental.

No es de extrañar que los cultivos de soja en Brasil se hayan incrementado más de un 40% desde el 2015. Este cultivo se utiliza para crear nuevos productos, entre ellos algunos de textura similar a la carne de vaca o de pollo así como mayoritariamente para continuar alimentando a los propios animales, una vez que se procesa y se convierte en pienso: hasta el 87% de la soja importada por la UE se destina a este uso. Resumiendo: se demanda soja para alimentar a los animales y se demanda soja para crear nuevos productos sustitutivos o complementarios a aquellos de origen animal.

Pero, ¿de dónde sale tanta soja? Brasil se ha posicionado como el país rey de la producción y de la exportación por delante de Estados Unidos, cuya producción depende del clima así como del capítulo que esté viviendo de su guerra comercial con China. China, el otro tercer gran productor, la destina casi por completo para consumo interno, al cual se suma tres cuartas partes de la producción brasileña.

Además, Brasil y la soja comparten podio con Indonesia y Malasia y el aceite de palma, el más consumido en el mundo y que es utilizado como biodiesel y en multitud de productos alimenticios y cosméticos. Indonesia y Malasia también comparten podio con la deforestación: se calcula que la cuarta parte del territorio de las selvas tropicales de esta parte del planeta ha sido deforestado, en los últimos 25 años. Actualmente, la demanda creciente está expandiendo este cultivo hacia diversos países de África, no sin antes dejar una ecodiversidad empobrecida en Indonesia, donde las selvas tropicales han perdido hasta la cuarta parte de su superficie.

No se trata, pues, de sustituir un alimento por otro. No se trata de sustituir la carne de vacuno por la “carne” de soja. Se trata de reducir el consumo y equilibrar la ingesta de alimentos de acuerdo a parámetros sostenibles. Dejar de comer carne es, en la mayoría de los casos, una opción personal. La idea detrás de esta decisión parece ser el cuidado del medio ambiente, la sostenibilidad y, específicamente, el cuidado de los animales. Sin embargo, ¿qué clase de realidad se genera si acompañando la decisión de no comer carne, ésta se sustituye por un consumo excesivo de productos elaborados con soja? Lo único que se estaría consiguiendo es sustituir un exceso por otro, la vaca por la soja, lo cual nos remite a una especie de círculo lampedusiano donde los elementos cambian pero no así la voracidad del ser humano.

El monocultivo masivo de determinados productos, muchos de ellos de reciente introducción, está resultando en la extinción de otros autóctonos y menos demandados pero también afecta a la biodiversidad de la fauna, a las personas que habitan los territorios ahora cultivables, a sus formas de vida -se generan conflictos entre comunidades y algunas personas son obligadas a desplazarse-, a la gestión del agua, a la calidad de la atmósfera y, en definitiva, a la vida del Planeta, a nuestra vida como especie.

El fin del modelo se acerca, lo atacan diversas causas, y detrás de todas ellas está la principal: la voracidad consumista del ser humano. Según WWF, “los ciudadanos europeos somos responsables de más del 10% de la deforestación generada para cultivar en tierras que antes eran bosque”.

El modelo ha de cambiar y sólo será posible si damos un giro de timón en nuestros hábitos de consumo, de manera global y sostenida en el tiempo. Este cambio de consumo presenta diversas dimensiones, entre otras:

  • La cantidad de comida que se compra. Según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en 2020 y en España se tiraron a la basura 1.364 millones de kilos de comida, de los cuales el 75% estaban tal y como se compraron.
  • La cantidad de ropa adquirida. Confeccionar unos pantalones de denim supone el empleo de 7500 litros de agua, según el Programa de la ONU para el medio ambiente. Esta cantidad es suficiente para evitar la sed a una persona durante siete años completos. A este dato faltaría añadir el gasto de todo el proceso necesario desde la producción a la recolección del algodón y la consecuente huella de carbono. El mismo informe visibiliza que “el 20% de las aguas residuales del mundo provienen del teñido y el tratamiento de textiles y que el 87% de las fibras que se usan para confeccionar la ropa se incinera o va directo a un vertedero. Y el 60% se desecha antes de que se cumpla un año desde su fabricación”.

El cambio de modelo será y, a este ritmo, llegará más pronto que tarde; de hecho ya se está dando escasez de ciertos productos a los que antes estábamos habituados. De todas nosotras depende sufrir o acompañarlo para crear en paralelo, otro modelo sostenible, menos voraz y en el que quepamos todas. Un modelo en el que la biodiversidad se mantenga, en las selvas tropicales y en el resto de ecosistemas, ya sea el bosque mediterráneo tan asfixiado por los incendios como en los bosques nórdicos amenazados.

No podemos apuntarnos a la moda de no comer carne y cruzarnos de brazos. No va de esto. Va de un giro radical en nuestro consumo: comida y ropa, así como también el uso del agua, del papel que utilizamos, de los dispositivos móviles y de un largo etcétera. Se trata de tomar conciencia de las consecuencias de nuestro consumo y adecuarlo a un modelo nuevo, un modelo de reconciliación con el Planeta, de reconciliación con lo que somos y con nuestro papel de co-creadoras y de guardianas del precioso Planeta que habitamos. 

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