lunes, 14 de diciembre de 2020

Tejer la vida



En el año 2019 se han identificado un total de cincuenta procesos y negociaciones de paz en el mundo: diecinueve en África, doce en Asia, siete en Europa, siete en Oriente Medio y cinco en otros Estados.

A primera vista, sea en Europa, en África, en Asia o en América, llama la atención la recurrencia de algunos territorios a generar o albergar conflictos armados. No entraré en las causas de la geopolítica porque, sin dejar de ser ciertas, parece haber algo enrraizado mucho más profundamente en las sociedades, en los individuos, que no permite dar paso a una verdadera transformación como fruto de estos procesos de paz.

En este escenario, la transformación se dibuja como el gran deseo onírico. A menudo, transformar y resolver son términos confundidos, sin tener en cuenta que resolver es solucionar algo, en este caso, un conflicto, de manera más o menos compleja pero en todo caso, puntual. Sin embargo, transformar es cambiar la forma de algo o de alguien. En un conflicto que busca esta transformación, lo primero a transformar son las personas, ya sean víctimas o victimarios, directas o indirectas, pero, sin duda, las personas.

Lo que se dice en una sola palabra –transformación– se realiza sobre cuatro dimensiones esenciales: la verdad, el amor, la paz y la justicia. Estas cuatro dimensiones se retroalimentan y sería difícil aplicar un orden por el que comenzar porque cada dimensión sin las otras son incompletas y, por tanto, ineficientes. Parecería que hemos necesitado veintiun siglos de historia para llegar a esta conclusión pero ya estaba reflejada en las alabanzas a Dios que se escribieron unos mil años antes de Cristo: «El amor y la verdad se darán cita; la paz y la rectitud se besarán, la verdad brotará de la tierra y la rectitud mirará desde el cielo»[1]. Estas cuatro dimensiones tan inherentes a la cualidad de persona se activan, únicamente, desde la verdadera mirada de la misericordia y solamente juntas son capaces de obrar la deseada transformación.

Se deduce, pues, que más que buscar la resolución se debería buscar acompañar a las personas en conflicto durante su proceso de transformación. Este proceso es a menudo doloroso y siempre solitario: aunque se encuentre quién acompañe esta transformación, no hay dudas de que se realiza a solas, desde el interior hacia el exterior, y en la soledad del yo más íntimo. Este requerimiento de soledad no deja de necesitar un acompañamiento para que la mirada –el punto desde el que somos construidos por el otro– sea capaz de renacer en la compasión por aquel al que mira; solo así, el pensamiento cambia y pasa a ser una palabra y una acción de amor, verdad y justicia; y esto es, sin duda, lo que lleva a la construcción de la paz.

La violencia se ejerce contra los cuerpos, contra los pensamientos y también contra los corazones. Defendemos que no debe existir la violencia física, asumimos que debe imperar la libertad de pensamiento, pero, en aras de la libertad de expresión podemos llegar a ejercer violencia contra los corazones o lo que es lo mismo herir, ofender o avergonzar a las otras personas. La libertad de expresión no nos da el derecho a herir emocionalmente; en todo caso, nos da el derecho de expresar posiciones, ya sean ideológicas, religiosas o de cualquier otra índole, pero siempre desde el respeto, la aceptación y la apertura hacia la otra, su ideología, creencias o sentimientos.

La transformación social, no solo de los entornos lejanos donde parecen transcurrir los conflictos armados, sino también del propio, el cercano, el local, está afectada por la brecha de distanciamiento entre las personas. Para la transformación es básica la relación y, más que ésta, calidad de la relación por la que humanizamos a la otra persona siempre que escuchamos desde el corazón. Esto que puede parecer tan fácil aún no lo sabemos hacer; si alguna vez se escribió, lo hemos perdido en la práctica porque aún no sabemos crear los caminos para conseguir rehumanizar a través de la escucha.

Pero tener relaciones de calidad no se produce de un momento al otro. Las relaciones de calidad son aquellas que nos permiten saber lo que alegra las almas o aflige los corazones de las personas con las que compartimos comunidad. Mi abuela me enseñó que a esto lo llamaba tejer la vida y como si fueran un tejido, las relaciones se hilan utilizando los hilos que son los deseos, las esperanzas, los miedos y las alegrías de las personas que forman la comunidad. Y para esto de tejer se necesita voluntad, tiempo y cercanía

En estos días de Adviento, al realizar la contemplación de una escena que se está formando durante los días previos a la Navidad, no puedo dejar de situarla en la actualidad que estamos viviendo, especialmente, pero no solo, en relación con las personas que están migrando. Contemplo una pareja que busca alojamiento porque ella pronto dará a luz un hijo. Esta escena se da cada día sin necesidad de que sea Adviento; de hecho, lleva dándose años, como si estuviera contemplando día tras día a personas que buscan un refugio seguro, un lugar donde no sean perseguidas y puedan establecerse y desarrollar su proyecto vital. Si soy capaz de contemplar a través de los sentidos una escena que pasó hace ya 2000 años, ¿cuánto más podré sensibilizarme con las escenas cotidianas? Dios se nos hace presente en la Historia, su venida no fue un acto puntual, llega en cada migrante, en cada perseguido, en cada persona sin hogar. Y llega, aunque no sea Adviento o quizás, porque siempre es Adviento, tiempo de esperanza y de luz y de esperar a Dios en las otras personas.  

Cada día me levanto y recuerdo las agujas de tejer de mi abuela y me pregunto: ¿a qué me dedico? Y me olvido de lo lejano por inalcanzable e inabarcable. Y desde esta mirada a lo cercano veo un Dios que me sale al encuentro para ser acogido, aquí mismo, en la ciudad donde vivo, cerca de mi casa. Y como si se tratara de crear un lienzo resistente, siempre que tengo ocasión, entrecruzo los hilos sueltos que voy encontrando para tejer la vida con voluntad y tiempo.


Foto de Karolina Grabowska: https://www.pexels.com/es-es/foto/manos-creativo-disenador-mesa-4219651/

martes, 6 de octubre de 2020

La mirada, la conciencia, el testigo



Ser testigo es el proceso de mirar hacia el exterior y hacia el interior simultáneamente.

Cuando dirigimos la mirada hacia cualquier objeto exterior, algo, incluido en esta mirada nuestra, se dirige hacia ese objeto, lo toca y lo envía de nuevo a nosotros. Esto que sale de nuestra mirada para tocar ese objeto y percibirlo es lo que llamamos atención, entendiéndola en sentido amplio, como consideración.

Para que esta consideración se produzca, las tradiciones asiáticas antiguas explican que la energía vital –prana o chi– es lo que sale en esta mirada hacia fuera y transporta la vibración de la conciencia y la sensibilidad hacia el objeto. Desde esta experiencia se dice que la atención o consideración es la conciencia sumada a la energía vital. Es como si una flecha saliera y tocara el objeto; simultáneamente, una segunda flecha vuelve hacia nuestro interior y toca nuestro corazón y nos obliga a observarnos a nosotros mismos, en un ‘observar al observador’. Lo que ocurre entonces es que el que observa se autoobserva y en este proceso, hace desaparecer su condición de observador, produciendo un fenómeno de fusión entre lo observado y sí mismo, el observador. Esta fusión produce una mirada sencilla a la que llamamos ser testigo. Cuando se experimenta este proceso y la persona se convierte en testigo es cuando se desarrolla una relación de intimidad y vinculación con el objeto observado.

Si en lugar de un objeto observamos una persona, otra persona, como nosotros mismos, entonces somos testigos de la otra persona, a la que miramos, y se abre un vínculo de comprensión que produce un cambio en nuestra conciencia: tomar conciencia sobre el otro es hacerlo sobre nosotros, sobre quién somos y de qué somos parte.

Sabiendo que esta capacidad vive en todas y cada una de las personas que habitamos el planeta, resulta extraño ver la frialdad, quizás indiferencia con que recibimos las terribles imágenes que nos llegan, por ejemplo, en el caso del campamento de Moria, en la isla de Lesbos, en Grecia. No hace falta estar allí para compartir el miedo a perder el hogar y la seguridad; no hace falta estar en Moria para saber la importancia de que los pequeños reciban formación reglada; tampoco hace falta estar en Moria para sentir lo que debe ser no tener una asistencia sanitaria mínima, comenzando por el saneamiento del agua. No hace falta. Sin embargo, cuando los medios de comunicación nos dan a conocer esta situación –serviría también la de los campos de refugiados, por ejemplo– nuestra mirada parece carecer de esta energía vital –prana o chi, decía antes– que la pueda convertir en conciencia. Y esta conciencia es sustancial para el cambio. Sin esta conciencia que supone el haber despertado a las realidades de las otras personas, no nos rebelamos contra lo establecido, al contrario, damos por ‘normal’ la existencia de los campos de refugiados ya sea que estén en Grecia o en algún país de África Oriental, Turquía o Libia; damos por ‘normal’ el éxodo de miles de personas hacia nuestra frontera sur y las muertes que se producen en el Mediterráneo por el naufragio de pateras o damos por ‘normal’ que personas migrantes sean encerradas en Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE) hasta que son repatriados.

La normalidad es aquello que aceptamos como parte de nuestras vidas o de la realidad que nos afecta y que, al ser aceptado, parece no precisar de cambio alguno. Esta decisión la tomamos dependiendo de la mirada que el objeto observado nos devuelve. Solo si somos capaces de vivir esta fusión entre lo observado y nosotros mismos, tomamos conciencia del otro y, más allá de si atendemos a la capacidad de profundizar más, tomamos conciencia de que el otro soy yo.



Foto de Dziana Hasanbekava: https://www.pexels.com/es-es/foto/ligero-mujer-modelo-blanco-7626616/

lunes, 20 de julio de 2020

Rotos por dentro

Mi amigo Miguel sale cada miércoles desde hace ocho años ha repartir comida a personas que viven en la calle. 
Para él, repartir comida es importante, muy importante. Él explica que ya el sólo hecho de alimentar al que tiene hambre es importante por si mismo; pero, además, valora el hecho de crear y mantener un vínculo con personas que habitualmente tienen pocas o ninguna relación social. 
Él tiene las mil y una anécdotas para explicar: algunas amables, otras para reír y otras para lamentar la degradación que puede sufrir el ser humano. 

Durante estos ocho años, Miguel ha compartido su acción con jóvenes y adolescentes de grupos que conoce, bien por el colegio o bien de la catequesis que él mismo imparte. Sin embargo, debido al confinamiento de la CoVid19, se encontró sólo en el reparto y pidió ayuda a personas que no fueran de colectivos de riesgo, con el fin de ayudarle en su reparto semanal y no dejar solas a las personas que lleva acompañando durante estos ocho años. 

Yo, tenia alguna actividad agendada los miércoles pero que también tuvo que ser cancelada así que la propuesta de acompañarle me pareció útil y solidaria con algunos de los que más estaban sufriendo.  Llevamos comida que pagamos y preparamos nosotros mismos: arroz con lentejas, fruta, zumos y, si hace frío, sopa. 

Al llegar hasta donde están las personas, saludamos, conversamos un rato y les preguntamos si quieren cena. La mayoría de los casos la respuesta es afirmativa pero también hay quien pregunta qué comida es o simplemente la rechaza porque no le va bien.  Se ha establecido una cierta relación de conocimiento mutuo: sabemos sus nombres, lo que les gusta y, en algunos casos, sus historias. No es un vínculo instantáneo, ni siquiera siempre se crea porque encontramos personas muy rotas por dentro, muy esclavas del consumo de tóxicos, hundidas en la enfermedad y la miseria. A veces, muchas, sufrimos, porque no les encontramos, desaparecen, se van, se mueren y no sabemos nunca más de ellos; así nos pasó con Cristina y Ezequiel, con Maxi, con Humberto, con Álex, Lorena y su perra Chula... así nos va pasando con muchos, que nos esperan cada miércoles, que nos piden sopa cuando hace frío... y mientras, a cada uno que nos desaparece, nosotros nos rompemos un poquito también, porque siempre les hemos considerado nuestros amigos de la calle. 



Imagen cortesia de: www.freepik.com"



miércoles, 8 de julio de 2020

Hermano no de sangre

Es difícil, casi imposible, saber que llevó a las personas de una sociedad a crear determinadas palabras, No me refiero a las palabras comunes y existentes en casi todas las lenguas sino aquellas que hacen el diferencial entre unos y otros idiomas. 
Desde la Teoría del Lenguaje se estudia cómo se forman los términos desde diferentes dimensiones tales como la semántica, la pragmática, la sintaxis... y siempre apoyado en otras disciplinas como la Antropología, la Filosofía incluso la Filosofía.
Pero todo no ayuda o, al menos, no ayuda totalmente a  explicar la motivación que produce una u otra palabra, cuál es la angustia vital de la experiencia que sobrepasa al individuo o al grupo social en el que habita para dar a la luz una u otra palabra que expresen lo que siente, de manera que esa experiencia sea. Es el sentirse sobrepasado el que le hace definir aquello, provocando que aparezca un horizonte de 'ser' que calme su angustia.
En castellano utilizamos la palabra 'prójimo' para referirnos a los otros, los que no soy yo o mi familia, que es una parte de mi, por tanto, una forma de ser yo. En catalán decimos 'proïsme', en inglés 'neighbor', 'nachbar' en alemán o 'prochain' en francés. En cambio, en hebreo hay una palabra, 

¿Nos amamos los unos a otros como Dios nos ama?


 

Lo intentamos. Pero cuando lo piensas, compartir la vida de Dios por toda la eternidad es un regalo inalcanzable para nosotros. Y duele admitir que el amor de Dios por nosotros es totalmente inmerecido. Es un poco embarazoso... sin embargo, ahí está. Él nos ama. Siempre. Ahora. En este momento, como somos.

 

Y debido a que es su voluntad extender la mano y llevar a sus hijos en apuros a su corazón, nuestros pequeños esfuerzos son aceptados como las flores silvestres aplastadas en la mano de un niño y suspiran como tesoros. Entonces, aquí está mi propuesta: si es tan fácil complacerlo, permitamos que otros nos complazcan. Vamos a darles un descanso a todos: amémosles incondicionalmente.

 

domingo, 3 de mayo de 2020

Hacia una nueva pedagogía de la Comunicación


 Martin Buber en Ich und Du (Yo y tudefine una 'filosofía del diálogo' si no un 'nuevo humanismo' a través del diálogo y la comunicación, en que yo me construyo como persona en tanto soy capaz de reconocer al otro, al tú. Este reconocimiento se apoya sobre el pilar del respeto y la responsabilidad para con la otra persona. Ich und Du fue publicado en 1923 lejos de la arena actual, donde personas hiperconectadas llaman presencia - retweets o likes - a una comunicación cada vez menos presencial y más expres, donde se pierde el reconocimiento del otro, donde se pierde, entonces, el humanismo. 
Sherry Turkle, investigadora del MIT publicó un ensayo en 2017 donde establecía algunas de las causas de la necesidad de práctica y pedagogía para establecer y mantener una conversación. En el mismo, también asegura que la condición de humanidad se pierde sin la presencialidad, es decir, si la comunicación se lleva a cabo a través de los medios tecnológicos. Para Turkle es difícil que los más jóvenes sepan comunicarse si han crecido viendo a sus padres en una continua interacción con los dispositivos o si cuando se han aburrido se les ha dado como alternativa un móvil o una tablet. La autora habla de las ventajas de experimentar el aburrimiento y también, de la necesidad de la soledad, para poder aprender a comunicarnos. A priori resulta paradójico que la comunicación, que implica una comunidad,  se inicie en la soledad, es decir, "la estrecha relación que existía entre la huida de la conversación y la huida de la soledad"; y aclara unas lineas más abajo "Pero la capacidad para pasar tiempo con uno es un requisito para cualquier relación" porque necesitamos saber estar con nosotros mismos para poder estar con los demás. 
Hay mucha sabiduría popular que estaría de acuerdo con Turkle: frase como "la caridad bien entendida comienza por una mismo" o "quererse a uno mismo para querer a los demás" entre otras, no dejan de ser facetas del mismo tipo de pensamiento. Y, a este quererse a uno mismo, ayudarse a uno mismo, habría que añadir aprender a estar con uno mismo. Entonces, desde aquí, podemos reconocer al otro y crear el nuevo humanismo de Buber. 
En Hacia una conversación silenciosa Manuel Cruz dice que "La conversación brota del encuentro del gusto por la inteligencia y por la palabra" y, después de su comparación entre las tertulias de antaño y las actuales - "vocingleras de los medios de comunicación"- recuerda la necesidad de "hacerle un hueco en esa nueva consideración del conversar de la que andamos tan necesitados a la idea misma de silencio", eso si, "Ese silencio cargado de palabra nada tiene que ver con el silencio bobo del ignorante (que sólo vale para otorgar). Aquel es un silencio rico a través del que comprendemos, asentimos, reprobamos o expresamos la más intensa de las emociones". 
Por lo antes expuesto, creo firmemente en la necesidad de una pedagogía que comience por el silencio de la soledad personal, en que nos aceptamos y reconocemos, como necesaria para reconocer al otro y entablar en ese escenario de respeto responsable, la comunicación. 



Photo by Ekaterina Bolovtsova from Pexels

martes, 17 de marzo de 2020

Reparar el mundo: el camino del no al si



Tikkún Olam[1] o reparación del mundo fue el nombre dado al valor que reconoce unidad en el interior de la diversidad y la opción por el bien común sobre la opción del abuso a las otras personas. Es un concepto que, según se nos ha transmitido, comenzó a gestarse de la mano de un patriarca babilónico, de nombre Abraham.
Hace ya unos 4000 años, aquellas personas determinaron la bondad de construir relaciones correctas y positivas. Abraham es tenido por el padre de las tres grandes religiones – judaísmo, cristianismo e islam – y uno de los hechos más característicos es que él y su familia habrían atravesado un largo camino por el territorio que, actualmente, recibe el nombre de Oriente Medio. Sin embargo, lo más importante fue que él representó la unidad de la familia humana y, por esto, Abraham es considerado el padre de todos nosotros. Sin embargo, no se trata sólo de lo que representaba, sino de su mensaje: la unidad, la interconexión de todo y la unidad de todos. Su valor esencial era el respeto, la amabilidad hacia el desconocido y fue extensamente conocido y reconocido por su hospitalidad.
En estos primeros veinte años del siglo XXI tenemos aún muchas relaciones que reparar. En esta sociedad global, la humanidad ya no está circunscrita a las tierras del Tigris y Éufrates, sino que desborda por las fronteras de todo el mundo. La reparación verdadera y profunda ha de transformar a todas las personas, sean hombres, mujeres, niños o niñas, sin preferencia, sin discriminación.
Pero ¿cómo continuar la tarea emprendida por Abraham? Un primer paso sería reconocer que existimos en una estructura única e interdependiente de unas personas para con las otras y despertar la conciencia de la necesidad de unión en cada una para llegar al óptimo funcionamiento de dicha estructura. Si como cristianos creemos tener la corresponsabilidad del cuidado de la Creación que nos fue dada, esto significa también asumir el uso correcto de los dones dados por Dios para el bien del mundo y de las otras personas.  
Por otra parte, el camino de Abraham también tiene una visión en cada persona, en cada una de nosotras, en nuestro comportamiento, en nuestro trato hacia las otras, nuestra hospitalidad y nuestra generosidad. Todas nosotras podemos recorrer este camino, prácticamente sin salir de la ciudad en la que vivimos. Podemos intentar ser más acogedoras con las personas que encontramos, con las personas que viven en la calle – los ‘sin techo’-, con los migrantes, incluso con el vecino de la escalera.
Para recorrer el camino de Abraham no hace falta irse a 5000 km de distancia de casa, sólo hace falta salir a la calle y comenzar a caminar. Este camino es un camino que va del "no" al "si", del no te conozco, al si te conozco; del no te comprendo al si te comprendo; del no te aprecio al si te aprecio; del no te ayudo, al si te ayudo. Éste es un camino al que todas estamos llamadas a transitar una y otra vez hasta que podamos decir que no hay ya más personas solas, agraviadas o desconsoladas; en definitiva, hasta que el mundo esté reparado.

Imagen con licencia creative Commons. Foto de ATC Comm Photo en Pexels


[1] La expresión Tikun Olam ya se utiliza en la Mishná en el siglo III. Indica que esta práctica promueve la armonía social. Gittin 4:02 Pesahim 88b